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Carta de amor a las madres

Por Dave Santleman

Domingo, 14 de Octubre de 2012

Hoy me he levantado sabiendo que tenía que escribir, pero no sobre qué. Así que me he puesto a leer periódicos y revistas online en busca de un tema que me llamase la atención lo suficiente como para que mi inspiración fuese capaz de rellenar un artículo con él. Y, obviamente, tenía pensado tirar por el camino de la farándula. Sí, ¿qué pasa? Cada uno escribe de lo que conoce. No tendría sentido ponerme a hablar de política y fingir que estoy formado en el tema porque no es cierto, y me estaría exponiendo seriamente a que alguien que sí que lo esté leyese lo que escribo y me desacreditase con toda la razón del mundo.
En fin, el caso es que iba a hablar de algo tan superficial como la publicación de imágenes privadas de celebrities “sin su consentimiento” y la realidad que, en mi opinión, se oculta tras ellas. Pero después me ha llamado mi madre, y gracias a ella he decidido reservarme ese tema para un día en el que no tenga inspiración y me de igual escribir basura. Así que sí, hoy voy a hablaros de las madres.



Esas criaturas que sufren una transformación en los paritorios: las mismas que, cuando dan a luz, dejan de ser mujer en primer lugar y ante todo para cederle ese puesto prioritario a sus roles de protectoras y responsables de otro alguien. Esas personas gracias a las cuales nuestra vida comienza y, además, es un poquito más fácil que si tuviésemos que apañárnoslas por nuestra propia cuenta.
No obstante, bien es cierto que aunque todas cuentan con ese nexo común (además de otro del que os hablaré más adelante), cada madre es un mundo. Y cada hijo envidia un trocito del mundo de otros hijos. Porque para qué negarlo: las madres nos crispan, y hay muchas cosas de ellas que cambiaríamos. Los que tenemos a la típica madre que vive por y para su familia, daríamos lo que fuera porque dejasen de llamarnos seis veces al día, rebuscasen entre nuestras pertenencias personales en busca de vaya usted a saber qué o repitiesen a partir de las cinco y media de la tarde y cada diez minutos que cuándo nos vamos a poner a estudiar; y los que tienen a la madre del siglo XXI, contemporánea y trabajadora, desearían no tener que levantarse media hora antes para prepararse el desayuno, encontrarse la ropa limpia sin la necesidad de conocer que hay distintos detergentes en función de si la ropa es blanca o de color o tener a alguien que te recuerde que te quedan dos días para entregar el trabajo de Historia.
Y, en cierto modo, tenemos razón. Por supuesto que son crispantes; ni que decir tiene que no son perfectas, ¿por qué habrían de serlo? Son personas, como tú y como yo. Tienen el mismo derecho a meter la pata que sus hijos, porque el hecho de ser madres no las convierte en diosas, sino que sólo les proporciona algo que nosotros, por nuestra edad, aún no hemos llegado a experimentar: un amor desmesurado, sin límites y absolutamente incondicional. Y aquí es donde viene ese segundo nexo en común con el que todas (o la gran mayoría, al menos) cuentan: lo que quiera que sea que hayan llevado a cabo, ha contado con el amor como cimiento. Son las únicas (y por únicas quiero decir precisamente eso: únicas) personas en este mundo capaces de hacer lo que sea por nosotros, hasta entregar sus vidas. Incluso en la más escéptica de las situaciones, vamos a encontrar un eslabón que nos lleve a otro, otro al siguiente, y así sucesivamente hasta encontrar su amor hacia nosotros como origen.
Y yo me pregunto, ¿acaso no es eso suficiente? ¿Con qué derecho les reprochamos que no sean lo que nos gustaría que fuesen, si nosotros no les damos ni una cuarta parte de lo que ellas nos dan desde el día en el que respiramos por primera vez?



Somos afortunados. Afortunados e increíblemente olvidadizos, porque damos por hecho que todo el mundo cuenta con nuestra misma suerte. Estamos convencidos de que todas las madres se preocupan por sus hijos igual que las nuestras lo hacen por nosotros. Y no es así. Lo cierto es que habrá algunas personas que estén leyendo este artículo y, aunque les gustaría, no se estén sintiendo identificados, por la sencilla razón de que han tenido la desgracia de ser hijos de una de esas madres. Uno de esos casos puntuales que caminan por el mundo y que son la excepción que confirma la regla: madres que, por cuestiones que se podrían analizar pero en las que no voy a entrar ahora, no desarrollan ese vínculo inquebrantable que se espera entre una madre y un hijo. Madres que, como mucha gente diría, no son dignas de ser denominadas como tal.



Pensad en ello. Pensad en ellos. En esos individuos que cuentan con los mismos fracasos y decepciones por los que pasamos absolutamente todos a lo largo de nuestras vidas pero a los que, además, también les falla esa única seguridad; la única garantía con la que otros sabemos que podremos contar de por vida: el amor de nuestras madres. Haced una introspección de vuestra vida y reflexionad sobre ello.
Y creedme, no os estoy pidiendo que le perdonéis a vuestras madres todo lo que hacen justificándolas con esto. Y tampoco os digo que mantengáis este artículo presente cada día de vuestras vidas, pero si conforme lo estáis leyendo tenéis a vuestra madre detrás gritándoos que recojáis la habitación y mis palabras os han servido para que en este caso en particular no perdáis los nervios con ellas y valoréis, aunque sólo sea por unas décimas de segundo, lo que tenéis, me doy por satisfecho. Recordad que, como bien canta Jessie J, “mamma knows best”.

Te quiero, mamá.

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