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Todos somos ese niño

Por Dave Santleman

Lunes, 27 de Agosto de 2012

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Estoy de vuelta en Madrid, con todo lo que ello conlleva. Se acabó el encontrarte la ropa mágicamente limpia y planchada en el armario; se acabó el levantarse al mediodía con el olor de la comida recién hecha sobre la mesa; y, por supuesto, se acabó el encontrarse la casa impecable sin siquiera menear un plumero. Les he dicho adiós y he dejado a mis padres en Málaga, regresando a la rutina de una vida independiente, cargada de obligaciones, estresante y que, no obstante, adoro con todas mis fuerzas.
Combatiendo el calor madrileño de Agosto de la mejor manera posible, paso mis días poniendo lavadoras, fregando platos, barriendo el suelo o haciendo la compra (ya que una amiga está haciéndome el favor de acogerme en su casa, lo mínimo que puedo hacer es encargarme de que ésta sea un hogar durante el tiempo que yo esté aquí), añadiéndole a todo ello la increíblemente ardua tarea de volver a buscar y encontrar un piso que esté, al menos, medianamente decente. Siendo así, y solucionado en mayor o menor medida ese último punto, decidí que era hora de autorrecompensarse. Y sí, me fui de fiesta.



Y creedme cuando os digo que fue increíble, casi épico. Me divertí como hacía meses que no lo hacía, bebí como creo no haber bebido en mi vida y, obviamente, amanecí de la peor manera que se os pueda pasar por la cabeza. Literalmente. Pero en serio, no os hacéis una idea de cómo me hacía falta después de todas las preocupaciones que han estado rondando mi cabeza nada más llegar a Madrid; y, aunque suene contradictorio, a la mañana siguiente ni toda la resaca ni el dolor de huesos del mundo podían quitarme esa sensación de liberación y relax que me invadían.
Y es que, queramos o no admitirlo, todos seguimos siendo ese niño que lo único que quiere es ser el centro de atención, divertirse y pasárselo bien. Y me atreveré a decir más: todos necesitamos volver a ser ese niño de vez en cuando. Nuestro organismo lo necesita.
El problema, no obstante, es que cuantos más años pasan, más difícil nos resulta. No porque no queramos, cuidado, sino porque maduramos y comprendemos que no es posible. Tenemos que asumir el peso de unas responsabilidades que, en su día, nosotros mismos escogimos, y que apenas nos dejan tiempo para rememorar la despreocupación propia de los niños. Así, la gran mayoría de nosotros somos conscientes de ello (y digo la gran mayoría porque también hay ejemplares de esos que nunca crecen, comúnmente conocidos como individuos con complejo de Peter Pan. Seguro que sabéis de qué estoy hablando, todos nos hemos encontrado con alguno en alguna ocasión) y, con resignación, renunciamos a la diversión casi por completo. Cosa que, en realidad, tampoco debería de ser así.



Yo creo en el equilibrio, aplicable a cualquier aspecto de nuestras vidas. Por ejemplo, no se puede calificar a una persona como buena o mala; todos, en mayor o menor medida, albergamos cogidas de la mano la bondad y la crueldad en nuestros corazones. Y aunque es cierto que habrá veces en las que una nos resultará más útil que la otra, el secreto está en, por lo general, no permitir la inclinación hacia un extremo u otro, sino procurar mantener (dentro de lo posible) el más perfecto equilibrio. Y exactamente lo mismo deberíamos de hacer con todo, ¿no os parece?
Pero no lo hacemos, ni mucho menos. Así, es esa y no otra la razón por la que, cuando me da por llamar a una compañera de clase la tarde previa a un examen importante, no me sorprende que me diga que ha hecho una pausa con los libros y se ha puesto a ver una película Disney: porque añoramos una época en la que sentarnos ante un sofá y rebobinar el VHS para ver nuestra película preferida una y otra vez era nuestra única prioridad.



Aunque quién sabe, puede que no sintiésemos la necesidad de volver a un pasado mejor si fuésemos más coherentes con nosotros mismos hoy, en nuestro presente: ser prudente y responsable cuando se precise, sí, pero no olvidarnos de deshinibirnos y ser el número uno de los locos cuando la cantidad de preocupaciones y responsabilidades comiencen a ser abrumadoras. Una de cal y otra de arena, que se dice.
Sí, definitivamente puede que fuera esa la razón por la que me lo pasé tan bien la otra noche. Por esa y por los chupitos de gelatina.

¿Y vosotros, sois coherentes con vosotros mismos? ¿Os pasa como a mí, y a veces se os olvida que también tenemos derecho a divertirnos, o todo lo contrario?

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