top of page

Naranjas reveladoras

Por Dave Santleman

Miércoles, 15 de Agosto de 2012

 

Sé que últimamente estoy hablando demasiado del naranja, pero qué queréis que os diga, lo encuentro realmente inspirador. No sólo ha sido siempre mi color y fruta preferida, sino que gracias a él el otro día llegué a una conclusión que hoy está desembocando en este artículo.


Como creo que ya sabéis, odio el verano; me paso los días intentando combatirlo de la mejor manera posible y rezando para que acabe cuanto antes. Pues bien, hace unos días estaba prácticamente deshidratado cuando fui a la nevera en busca de algo que aliviase mi sed y, al no encontrar nada excepto una botella de agua (porque sí, para aquellos que no lo sepáis, no puedo soportar el agua. Soy capaz de beber cualquier otra cosa antes que eso. Pero ése es un tema del que ya os hablaré otro día.), decidí que había que hacer algo al respecto. No obstante, con casi cuarenta grados de temperatura ahí fuera bajar al supermercado no era una opción para mí. Desesperado, fijé mi atención en el canasto de las frutas, y fue ahí cuando me llegó el riego sanguíneo a la cabeza: ¡una jarra de zumo de naranja, claro que sí!


Saqué el exprimidor y estuve como diez minutos estallando las naranjas contra él; después, pasé el zumo a una jarra a través de un colador (sí, soy quisquilloso, no me gusta que tenga tropezones) y, finalmente, metí la jarra en la nevera. Tuve que esperar como otros quince minutos para que se enfriase un poco antes de bebérmelo; una tarea que, sin embargo, no me llevó más de tres.
Fue entonces cuando me paré a pensar en si realmente había merecido la pena dedicar veinticinco minutos a preparar algo cuyo disfrute había sido tan fugaz como un cometa. Y, obviamente, no tardé en aplicar esa reflexión a otros aspectos de mi vida. ¿De verdad el resultado final de las cosas que hacemos compensa lo suficiente el esfuerzo que se ha precisado para conseguirlo? A veces sí, a veces no, pero lo que está claro es lo siguiente: cualquiera que sea el objetivo que hayamos alcanzado, éste en sí nunca será ni la mitad de placentero que resultará el hecho de saber que hemos sido capaces de ello.
Y como soy consciente de lo confusa que puede resultar la frase anterior, aclaro ejemplificando: una mujer de proporciones prácticamente perfectas se queda embarazada y, a consecuencia del embarazo, gana unos cuantos kilos. Tras haberse tirado nueve meses comiendo lo que le ha dado la gana sin límites ni censura alguna, esa mujer da a luz y se mira en el espejo. Está insatisfecha consigo misma, y decide que es hora de recuperar su silueta. Su objetivo es volver a estar igual de delgada y estupenda que antes. Y, varias semanas de intenso ejercicio y moderada alimentación después, lo consigue: se mira al espejo y sonríe, ¡su tipín está de vuelta!


Sin más, se siente plenamente satisfecha, ¿no es cierto? Pues justo ahí es donde yo quiero entrar: esa satisfacción se debe, en parte, a ver que el espejo le devuelve la imagen que ella esperaba, efectivamente; pero, en una medida incluso mayor, al hecho de saber que ha sido capaz de ello, que ha podido aguantar la tentación de picotear entre horas durante semanas y que, pese al agotamiento y la pereza, no se ha rendido con la cinta de correr y el ejercicio. La obtención de aquello que anhelábamos junto con el sentimiento de autosuperación que el conseguirlo trae consigo son lo que generan ese estado de felicidad y satisfacción. Y da igual que ese objetivo dure los tres minutos que tarda uno en beberse un zumo de naranja o el par de meses que suelen pasar antes de que volvamos a caer en los pecados culinarios y recuperemos el peso perdido, pues habremos aprendido algo que, si bien es probable que ya supiéramos de antes, no está mal recordar: si pudimos lograrlo una vez, podremos lograrlo dos. Y tres. Y cuatro. Y todas las que queramos.

bottom of page